viernes, 10 de diciembre de 2010

En el vertiginoso tren de la vida...

"Voy calle abajo, voy calle arriba, ando por la vida sin parar. Montada en su corriente alucinada y trasnochada. Voy por la vida asumiéndola desde mis gafas de sol y cuando lloro vierto lágrimas de smog…me llaman calle y no me rebajo ni por la vida. Me llaman calle y ese es mi orgullo..."






Aún recuerdo aquel día. Era verano y la noche parecía, extrañamente, más interesante que otras. El mundo seguía el mismo curso vertiginoso de siempre, una explosión allí, un derrumbe allá, una fuerte nevada más allá o un asesinato a la vuelta de la esquina, pero eso que me rodeaba y que describían los periódicos, no me importaba.
Eran las 8:30 p.m. de un viernes cualquiera de 1995. Luna llena, cielo despejado, 2.600 estrellas cobijaban los cuerpos que recorrían la ciudad. Estábamos Espinita y yo. Espinita, como le decía de pura bacanería a ese tipo que me helaba la sangre y que quería sacarme de adentro desde hacía rato y no podía.
Todo era acorde para sentir una felicidad que llenaba cada espacio del cuerpo, licor de calidad y en el aire, el humo de un lucky strike. Sin embargo, todo era igual a las otras veces, a las otras noches. Un desasosiego me invadía por completo a pesar de eso que hacía esa noche diferente a las demás.
Había fiesta. Fiesta de aquellas en las que todo estaba hecho para dejar la tediosa rutina al compás de una salsa de Richie Rey o Héctor Lavoe, pero yo no podía. No lograba librarme de un peso enorme que invadía. Mientras tanto él y el resto de la gente a nuestro alrededor, estaban eufóricos. La fiesta de Rubi, era, pa’ que, de calidad. Manes que hacían recoger babitas y viejas esculturales, como sacadas de calendario y por supuesto, Espinita se deleitaba viendo bailar al ritmo de los timbales, esas largas y estilizadas piernas que soportaban aquellos cuerpos voluptuosos.

Todos transportaban una felicidad abrumadora y a mí eso me fastidiaba, me asfixiaba. Sin embargo me las ingeniaba para sentirme plena, por lo menos de dientes pa’ fuera. Bailaba, meneaba mi cabello rojo sobre mi cara, ondulaba todo mi cuerpo al compás de la música y así sentía como mi ser se libraba de una pena que se había convertido en su propia sombra – ¿Qué te pasa Sofía? Hacete al ambiente, gozáte la rumba…y deberías porque bailás genial - Me decía un tipo al que en mi vida había visto, y yo lo miraba con esa carita de bobo tan hijueputa que me identificaba, pero que sabía disimular bajo una sonrisita fría, fingida. 

Las luces titilantes, los cuerpos danzantes. Ganas desmedidas que se perdían entre los besos calientes de parejas que se acababan de conocer y en ese instante de éxtasis contagioso, mis ojos encontraron lo que quizá hacía rato estaban buscando y recordé unas palabras que alguna vez leí en aquellos párrafos caicedianos: "...No tiene razón de ser. Voy a gozarme toda la noche, voy a dominarla, a seducirla y ya teniéndola a mis pies me la voy a beber".

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continuará